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RESURRECTA, la nueva novela de Vic Echegoyen

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¡Amigos! Desde hoy día 16 de junio podéis encontrar en las librerías RESURRECTA, la nueva novela de Vic Echegoyen, una novela que también será traducida y publicada en Italia y en Portugal.

Y para presentarla, Vic Echegoyen ha tenido la gentileza de preparar una Carta al Lector. Disfrutad la carta y disfrutad la novela.

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A vuesa merced lectora, que Dios guarde muchos años:

Si sois varón o mujer, blanco o negro, esclavo o hidalga, solo vos lo sabéis. Os escribo a ciegas, desde una época y una ciudad que ya no existen. Nos separan cientos de leguas, y varios siglos: aunque se os antoje imposible, voy a salvar esa brecha. Porque hoy he tenido un sueño que no puedo, que no deseo olvidar, y necesito compartir con vos, lector desconocido de un futuro que no tendré la dicha de ver.

Llevaba días y noches deambulando sin consuelo por esta capital que fue mía y hace apenas un año era aún la joya de la Península y el florón de Europa. Saltando por encima de las grietas que surcaban las calles y abriéndome paso a trompicones entre vigas calcinadas, hierros retorcidos y colosos de mármol caídos que apenas reconocí como los palacios, templos y fortalezas que me habían rodeado desde mi infancia, ahora surcados por el resplandor de la plata y el oro derretidos que antaño habían atesorado, avanzaba tratando en vano de reconocer los contornos de una morada o el rostro de un amigo entre los escombros de piedra y carne que me rodeaban; sin hallarlos, desistí y me acurruqué bajo los restos de un arco que quizá había sido la entrada de un convento o de una prisión.

Cerré los ojos, vencido por el agotamiento y el duelo: ¿por qué había sobrevivido cuando decenas de miles habían perecido en derredor aplastados, ahogados, abrasados o apuñalados por los criminales liberados en el azar de la catástrofe? ¿Y quién era ahora, sin familia ni hogar, sino un espectro más de una urbe desaparecida en el corazón de un imperio que poco a poco dejaba de latir?

Y fue entonces, cuando el peso del remordimiento me hundía más y más en un abismo que se abría para tragarme, cuando el susto me devolvió a la realidad y abrí los ojos de golpe. No, no podía ser: soñaba aún, o mi desesperación me había abocado a la locura o al delirio, pues la visión que contemplaba no podía ser de este mundo. ¿O sí?

En vez de ruinas, vi que me rodeaban mansiones y torres magníficas como aquellas que se habían hundido ante mis ojos en pocos minutos; en vez de callejuelas que serpenteaban cuesta arriba donde se apretujaban barateros, peregrinos y cofradías al son del reclamo de sardineras y los temidos “¡agua va!” vi amplísimas avenidas por las que rodaban artilugios sin caballos, impulsados por una fuerza invisible para mí; en vez de damas veladas dentro de una silla de mano, reos que marchaban encadenados al patíbulo o meretrices cubiertas de llagas, vi rapaces de ambos sexos ataviados por igual con calzas y camisas que dejaban al descubierto brazos y piernas, sin capa ni peluca, espada ni tricornio, pero con un retazo de tela que les cubría nariz y boca, o bien llevaban bajo la barbilla: paseaban enlazados, y varones y hembras se saludaban abrazándose abiertamente, con sendos besos en las mejillas.

En vez de la salmodia del fraile Malagrida, los chillidos del mono Verglán o las escalas del castrado Caffarelli, oí un rasgueo de guitarras filtrándose por las ventanas y un caos de voces cantando en todos los idiomas del mundo; en vez de una ordenanza del ministro Carvalho o de un panfleto mofándose del Santo Oficio, pasó ante mí revoloteando una gaceta llamada “Diário de Notícias” con imágenes en colores que parecían arrancadas de la vida misma, con el rótulo: “¡Portugal, campeãoooo!”; en vez de gaviotas, vi destellos de metal que entrecruzaban estelas de blancura allá en el firmamento; en vez de fragatas de veinte reinos mecidos en el Tajo por la brisa, vi barcas que apenas parecían rozar su superficie mientras volaban de una orilla a otra. Y en vez de la Ópera destruida por la explosión, el palacio del rey hecho añicos por los terremotos y la Casa de Indias arrasada por marejadas gigantescas, vi una plaza cuya majestuosidad y dimensiones bien podía ser digna del Olimpo, coronada por dos torreones que parecían montar guardia frente al Tajo, rodeada por una galería de arcos cuya armonía reverberaba en cada piedra y parecía multiplicarse en las avenidas que partía de sus extremos…

Y sin embargo, aquellas edificaciones que rezumaban elegancia, aquellas máquinas misteriosas y todo aquel bullicio e industria que me rodeaban eran, innegable y rotundamente, Lisboa: ya no la metrópoli de las mil iglesias, galerías y fuentes, pero tampoco el amasijo de esqueletos, cascotes y podredumbre en la que un año después – aquella misma noche – los ayes de los sobrevivientes aún se sobreponían al martilleo incipiente del enjambre de los picapedreros que se empeñaban en reconstruirla.

Reconocí al instante sus siete colinas, su luminosidad, el centelleo de las olas que engastan esa gema idolatrada por sus habitantes y admirada por sus enemigos ávidos de conquistarla; pero por encima de todo reconocí su espíritu que perdura en las risotadas de aquellos jóvenes, en el esplendor de los edificios, en la energía que palpita en cada palmo y recoveco de la ciudad.           

Ahora, entre la melancolía y el júbilo, os escribo a vuelapluma para retener las tres Lisboas que se sobreponen ante el ojo de mi mente, a caballo entre la memoria y la esperanza, antes de que se desvanezcan. Lisboa la espléndida del Rey José I de Braganza la víspera del día de Todos los Santos de 1755, horas antes de la catástrofe. Lisboa la malhadada del día después, demolida, anegada y reducida a un cúmulo de cenizas en el que yacen incontables almas, obras de arte y prodigios que ya solo existen en el recuerdo.

Y por fin la Lisboa de mi ensoñación, la vívida utopía que ahora tengo la certeza de que existe. Quizá la estéis pisando ahora mismo, dos siglos y medio después de mí: esa es la Lisboa cuya promesa me devuelve el ansia de vivir y volver. Esa trinidad mía, una y la misma Lisboa, ayer, hoy y siempre, ahora ya es vuestra, lector, a través del manuscrito de “RESURRECTA” – la resucitada – dictado desde el limbo del tiempo, que recoge las vivencias de sus héroes reales, a los que quiero que conozcáis, para que os hablen en las salas del Museo de la Ciudad, entre los muros de sus palacios reconstruidos y en los testimonios del Tombo, el archivo nacional. Hasta entonces, hasta que descubráis Lisboa vos mismo, los descubriréis atravesando la grieta que veis surcar la primera hoja del manuscrito.

Os esperamos al otro lado de la página.

Lisboa, 1º de noviembre de 1756, año 1 después de la catástrofe.

https://www.edhasa.es/libros/1266/resurrecta

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